jueves, 6 de septiembre de 2007

Carros de Foc: al filo de lo posible, ¿por qué no?

Los 5240 metros del viejo túnel de Vielha son un agujero al final del cual te conduce a muchas luces, todo depende de la chispa que ilumine tus objetivos cuando salgas a ese paisaje atlántico, verde y diferente. Esa enorme perforación es un buen símbolo de un largo camino, tortuoso, a veces con algo más de visibilidad, con un pavimento indefinible, con algunos pasados desprendimientos de grandes rocas y con el descanso que supone llegar al final sabiendo que, alguna vez, se pondrá en marcha el nuevo que aún están construyendo. Un túnel que, para muchos, es la frontera que les traspasa al esquí, al descanso, al relax, a la capacidad económica, al alterne con otras categorías bancarias, a la naturaleza no se sabe en qué estado y también, por qué no, a los retos.
Ahí, en Vielha, donde las vacas de plástico adornan algunas tiendas porque de las otras casi no quedan, donde las grúas entronizan la piedra, la madera y el tejado de pizarra en pendiente, donde los prados segados se pueden contar casi con los dedos de una mano, donde al entrar ves un tractor en un prado y, cuando sales, sigue estando allí como si fuera un monumento nacional consagrado a tiempos pasados, donde las hablas y los modales de muchos paseantes les delatan como de un círculo de clase social unida por la nieve de primera, aquí en medio también está la sede de Carros de Foc.
Dice la propaganda informativa que en 1987 un grupo de intrépidos guardas decidieron hacer la travesía Ribagorza- Pallars-Arán en un día. Esa hazaña hizo que Óscar Balcells y otros la ofrecieran como un reto, adaptada a las fuerzas de cada uno: en menos de 24 horas para una selecta minoría (¿serán unas superpersonas?), en varias etapas para el resto. Veinte años después, tres mortales individuos quisieron ver la luz después del túnel y se sometieron a la prueba de hacer Carros de Foc en tres jornadas y media. Una decisión que quizá sea vista como algo sencillo para los héroes de menos de 24 horas (dicho sea con mucha admiración y más sana envidia) pero una dura apuesta para quienes, desde www.grmania.com pretenden dar un paso al frente, sin ser más que nadie que no lo dé. Un atrevimiento o una bravuconada más. Se discute si algo inconsciente o no.
He aquí una visión personal y distendida de las vivencias entresacadas de una experiencia que vale la pena pasar y repetir. Que está al filo de lo posible.

¿Por qué no?

Es la gran duda. Si yo, a mi edad y situación corporal seré capaz de acabar el círculo de los nueve refugios. Si congeniaremos con el resto del grupo, cuando las chispas suelen saltar por motivos aparentemente superficiales. Si la mente será capaz de mantener el tipo, cuando el armazón óseo y muscular se ve sometido a muchos dobleces, balanceos de mochila, roces y escoceduras diversos, torceduras y muchos sudores que resbalan con más velocidad de la que uno es capaz de subir las empinadas pendientes. Por qué no someterse a la variabilidad temporal, a estar sin cobertura telefónica en medio de la inmensidad de las piedras, donde subir y bajar se convierte en una monotonía. Si las uñas de los pies aguantarán los embates con las piedras o adoptarán un poisterior color negro hasta reponerse por enésima vez. Cómo interiorizaré esos duros paisajes llenos de encanto natural. Qué trato me darán tantas enormes piedras, al lado de las cuales yo casi no soy nada. Bloques inmensos, lagos y más lagos. Las rodillas y los tobillos, habituados al asfalto, cómo reaccionarán a un maltrato que no se merecen. Y la vida en unos refugios diversos, con horarios distintos y lavabos y duchas y comidas y camas y literas y personas. Cómo reaccionar ante esa unión que propicia el medio, en que el compartir y el ayudar suele ser lo más habitual, donde el aprendizaje puede ser mutuo mientras abras los ojos para comprobar qué sabe el otro y tú qué le puedes enseñar. ¿Por qué no someterse a estas y otras hipótesis?

Preparativos y accesorios

A menudo el placer del camino comienza en los preparativos. Cuando acaba, en ese momento en que la memoria endulza los recuerdos y casi todo ahora es mejor de lo que fue, el ritual iniciático de llegar al principio tiene gran valor. Se lanza una idea a un grupo habituado a caminar. Las reacciones de rechazo o de entusiasmo definen las voluntades. Quienes se apuntan lo hacen con cierta ilusión más o menos ingenua. Luego, las circunstancias, la lógica y la razón ponen las cosas en su justo lugar. Al final, de muchos se pasa a pocos. Quizá, los justos. Aunque no estén todos los que son.
La magia de Internet ayuda mucho a situarse. Observas blogs, webs, vivencias, descripciones de experiencias personales. Mucha información. Y perfiles. ¡Vaya sierra tan dentada que será el camino! Puntas afiladas que bajan hasta el fondo para repetirse hasta el final. ¿Seremos capaces de tanto?
Y…¿qué me pongo? Porque el ajuar es significativo. Escoger algo con que llenar la mochila implica dejar otras cosas. ¿Lo necesitaremos todo? Descartar significa elegir y aquello a lo que renuncias puede que te esté presente en tu memoria. Pero, en estos momentos, en un grupo tan reducido de tres siempre hay quien comparte su orden a modo de ayuda. Él es ordenado.
Días antes se presenta con una hoja. En un lado está el sorprendente perfil. En la otra cara aparece una lista clasificada por apartados: ropa, frío, lluvia, calor, higiene, farmacia, ocio, seguridad, comida y otros. Cada capítulo, con sus subapartados. Mirad si se me olvida algo, dice. Pero, ¿cabrá todo en una mochila que hemos de transportar por más de 55 km, más de 9000 metros de desnivel, a alturas entre 2000 y 2800 metros sobre el nivel del mar? ¿Habrá que apretarla con el pie? El departamento de accesorios es inacabable. Compras y más compras de novedades…por si acaso. Después, durante el camino, el reto no sólo es acarrearla a las espaldas. En cada refugio, parada y fonda:: saca y mete, coloca y aprieta, regula y carga. Cada poco, lo mismo: pon si hace frío, quita si sudas, busca en el fondo aquello que debía estar encima, coloca mejor lo que te martiriza en las costillas, guarda la basura al lado de la ropa sucia y de la comida y del móvil, y de… La montaña es esto. Lujos, los justos. Higiene, la que se puede. Escrúpulos, los menos. Olores, muy humanos y repetidos. Y el peso, mayor entre menos días quedan.
Mientras te preparas, la vida al final de vacaciones te puede repercutir en tu estado de ánimo. Porque, la última reunión “antes de” fue en este caso a la puerta de un ayuntamiento. Debajo de los mástiles desnudos de banderas, en dos bancos se repasan vacaciones y materiales. Hay acompañantes que han venido a dar ánimos. Alguien muy experimentada en montañas estuvo en Eslovenia. También conocía Carros. Alguien no fue tan lejos pero aseguró que rezaría mucho para asegurar el tiempo más favorable. Alguien más se había apuntado pero fue prudente y se retiró. Mientras, allí al lado, pasaba alguien con una pierna enyesada y en silla de ruedas. Era una persona conocida. Su experiencia, en aquel momento, no motivaba pero tampoco se podía descartar. Se lesionó bajando Sant Jeroni, en Montserrat. Un helicóptero la izó. El bombero la animó en esa experiencia única por la que otros pagan mucho dinero. Sus acompañantes grababan el desarrollo. Luego, lo colgaron en You tube. He ahí una moderna realidad. Un riesgo o una vivencia que debíamos evitar.

Los profetas de arriba

Antes de salir, cómo no ponerse en manos de los gurús del tiempo. Nuestros adivinos de la meteorología de sobra saben que parecen divinidades, pitonisas mediáticas a las que se les pide que acierten el tiempo que mejor nos conviene. Como si los meteosats de turno estuvieran domesticados por el ocio y llover, en época de sequías, fuera símbolo del mal tiempo y el calor, bajo la escasa capa de ozono, significara disfrutar sin sudar. No obstante, miramos y remiramos. Sabios franceses, andorranos, de aquí (evito nacionalidad para no herir), todos con su bola de cristal. Y alguien, ella, que nos aseguró que rezaría mucho por lo que se nos podía venir encima.

El inicio

Carros de Foc es tan libre que tú te adaptas a ella. Tanto, que si no quieres no vas. Y si vas, la empiezas por donde quieras. En nuestro caso, En contra de las agujas del reloj, por el punto más alejado por ser el de más cómodo acceso. Perdón, “cómodo” a estas alturas, entre comillas. El túnel, la estereotipada imagen del Parador de Vielha, repetida hasta la saciedad. La ciudad, aún vacía. Subida por esa carretera en que tantas colas se forman en invierno hacia Baquería Beret. Los de la clase social respectiva la deben echar de menos. Llegada a Arties. Una vaca de plástico, de promoción de una tienda de recuerdos. Parador de Arties. Al lado, el bar de trabajadores de primera hora de la mañana. Contrastes. Primer café en un entorno cercano. La plaza de esa zona del pueblo también tiene otra vaca. Una escultura, claro. Aquí ahora la vaca de oro ya no es de aquella ganadería: la nieve, ese moderno oro blanco, natural o cada vez más artificial. Subida hasta el aparcamiento. Empieza a llover. Y nosotros, refugiados en un indicador de rutas, cogemos fuerzas mientras una babosa negra, un gran limaco, se pasea despanzurrado a nuestro lado. ¿Señal de buena o mala suerte?
Dejamos las supersticiones a un lado, otro café de termo esta vez, atuendos bien puestos y arriba. Muy arriba para empezar. Las señales de un GR nos hacen pensar en nuestras amistades de www.grmania.com. Es el GR 11. Sigue lloviendo. Poco a poco la senda conduce hasta el primer refugio, el de Restanca, a 2010 metros de altura. Nuestro punto de partida. Mientras, el granizo nos golpea. Malos augurios. Sin embargo, bastones y para arriba. Primera presa. Serán tantos embalses, tantos lagos. Da gusto saber que aún hay tanta agua dulce cuando cada vez está más codiciada.

Restanca y arriba

Hemos escogido que el inicio sea aquí. A 2010 metros de altura sobre el nivel del mar. Dentro, ella nos facilita la acreditación. Debemos sellarla en cada refugio. Tenemos suerte. Arrecia la lluvia cuando estamos dentro. Disfrutamos con el agua que cae encima de esa otra agua del pantano. Desde la puerta aún vemos cómo cae una cascada enfrente. En medio de tanta agua baja parte de un grupo de escaladores vascos. Traen una mala noticia. Una chica se hizo un esguince en el pie. Estaba allá arriba. Se la veía. Hay que llamar al helicóptero. Se hace. Vendrá cuando pueda. Traslado hasta abajo. Ambulancia de bomberos. Final, en el hospital de Vielha. Pero ella y su grupo deciden ir bajando poco a poco. En medio de la lluvia. Con riesgos. Llegan hasta nosotros con grandes mochilas de material. Hierros, anclajes, fijaciones, arneses. La chica cree que debe seguir bajando. Mientras, nosotros esperamos que pare para seguir. Buen momento para aprender. Un escalador aconsejaba que, en momentos así, en medio del monte, había que tirar todo el hierro y seguir. Pero eran más de 300 euros. Nuestra aportación: había que permanecer “arranados” en el suelo. Como ranas mojadas, extendidas, caladas hasta el fondo para evitar el temeroso rayo. Pero una cosa es decir y otra es hacer.
Escampa un poco. Decidimos subir más arriba (obsérvese que aquí, la palabra “arriba” tiene una acepción muy vertical, resbaladiza, cortante y saltarina de bloque en bloque). Vuelve a llover. Y en esas estamos cuando, a nuestra edad, tuvimos una grata sorpresa. ¿Quién nos iba a decir que, en este estado, una moza nos piropeara? Pues sí. Oímos a lo lejos: “¡Mira qué tres jóvenes tan fashion vienen ahí con anorak rojo!” Gratamente sorprendidos, aún lo valoramos más cuando la atrevida joven lo dijo estando todos ellos aparentemente emparejados. Ufanos y envalentonados, la subida acabó pasada por agua. Las vistas, para qué ponerle adjetivos.
Ya arriba (algo que es un decir, porque aquí no se para de subir) las señales hacia el refugio de Ventosa nos llevaron a una confusión. La descubrimos cuando unos vascos, a pesar de que nos informaron bien, nos hicieron desconfiar de nuestra inseguridad. Total, cuatro kilómetros de error y mil metros de desnivel. A modo de calentamiento. De vuelta al punto inicial, encuentro con una pareja de conocidos, todo ya previsto, y dirección hacia Ventosa. Lagos y más lagos, el agua mecida por el viento, de un azul que puede pasar a negro, con olas que brillan con los rayos del sol. Aguas limpias y también con algas, juncos o similares plantas que, todo lo largas que son, se estiran encima como hilos sin fin. Y ranas. Sí, en el recorrido hubo ranas. Pero no “arranadas”. Y sapos. Y vacas y caballos. Aquí estaban a sus anchas. Adornaban el suelo con sus excrementos, perturbaban el silencio ellas con sus esquilas y ellos con sus relinchos.
Pronto, esta corta etapa de aproximación llegó al final. A 2220 metros estaba nuestro lugar de pernoctación, el refugio Joan Ventosa i Calvell, el Ventosa. Nombre que es apellido pero que hace honor al fuerte viento que nos acompañó toda la noche.

Ventosa

Un tronco a modo de fuente dibujaba su perfil con el agua desparramada por el viento mientras allá abajo, el estany Negre hacía honor a su nombre. Más abajo, Boí. Ya lo sabíamos, el refugio no tenía agua caliente. De fría sí había y casi todos notaron sus caricias. Buen ambiente, colocación en una gran habitación y descubrimiento del entorno. Sobre la habitación, un enorme pabellón. Uno de los recién llegados solicitó dormir en un lugar de fácil acceso como para acudir rápido al lavabo debido a micciones prostáticas urgentes. El paisaje humano era variado: había quienes efectuaban estiramientos (al día siguiente descubriríamos por qué), pasaban el tiempo, interpretaban mapas, cocinaban, hablaban o se contaban batallas pasadas.
Allí había hasta gente conocida de Terrassa, Barcelona, nuestro punto de salida. Daba igual el origen. La altura une y es muy fácil la socialización, compartir aquellos puntos de vista que te puedan ayudar a llegar. Poco a poco, más personas perfumadas por olores diversos, con aire de limpieza y reposo, esperaban la temprana hora de la cena. Es ese momento en que compartes la comida con quien te toca. Da igual quien fuera. Se hacía notar un gran grupo de holandeses, quienes venían aquí con un guía para acercarse a esas montañas de las que su plano país carece. Dentro, en la cocina, llamaba la atención un joven. Dijeron que era un sherpa nepalí. Participaba en un intercambio, según rumores bien intencionados. Algunas jóvenes se movían con agilidad, junto a muchachos prestos a servir sopas, comida para vegetarianos, civet de jabalí y postres.
Si a las 19 horas se cena, a las 22 horas la luz artificial desaparece. A dormir para madrugar en un refugio con una ducha y dos lavabos para mucha gente. Agradecer el esfuerzo que supone atender un albergue de altura no debía estar reñido con ofrecer unos lavabos dignos. Nuestra calificación: un dos (escala del uno al cinco, nota máxima).
Pronto, a las 5,30, decidimos levantarnos para ver cuál era el cariz de un día que aparentaba muchas nubes bajas y un tiempo inestable. ¿Qué hacer, seguir o no cuando el día anterior muchos no se atrevieron a pasar el cercano puerto del Contraix, al que nos dirigíamos? Ir o no ir, he ahí nuestra cuestión.

Del Contraix al refugio LLong

Por aquella zona, el panorama era oscuro. Niebla baja, densa. Día ensombrecido. Para animarnos (o engañarnos), qué buen recurso que acomodar la meteorología a nuestros deseos. Es un espejismo muy usado, también en la vida diaria.
Desayuno enlatado, de esos que producen muchos desechos, comida en una mochila recompuesta de nuevo y…la decisión. Nos aproximaremos al Contraix a ver qué nos pasa. Dudas…muchas. Primero, encontrar el camino. Luego, acomodarnos a la fama de un elevado paso que te sorprende con el tamaño de sus piedras, con la búsqueda de los auténticos hitos o mojones, empinada subida. Y todo en medio de una densa niebla. Nos atrevimos, como tantos otros. Quisimos experimentar qué pasaba. Nos pusimos a prueba. Pero llegamos solos arriba, a 2748 metros, a esa zona en que algunos no pudieron menos que pintar su bandera catalana del alma. Como si la montaña no estuviera por encima de colores variados y gustos particulares más o menos excluyentes.
La bajada, técnica y no fácil. Es lo que tiene la verticalidad de la alta montaña: en pocos giros subes y en otros tantos bajas. Sudar, sudar, con aquella niebla apenas se notaba. Tampoco nadie nos cruzaba, hasta que, más abajo, las compañías nos ofrecían su presencia. Predominaban las personas de otros países en todo el recorrido. Más que los peninsulares. Gente lenta y veloz, cada uno a su paso. Pequeños y mayores que ascendían por donde bajábamos. El silencio de la pronunciada bajada se rompía con el ritmo de una cascada de agua a nuestra derecha. De escuchar el silencio a oír el tintineo de tanta agua que baja a los innumerables lagos. La riqueza líquida allí en medio. También en el suelo. La experiencia del resbalón era fácil. Saltos en medio de charcos, intercambio de tiempos entre los que suben y los que descienden. Temas: la meteorología, el sol, la dificultad, la procedencia, el destino, la amabilidad de saber que aquella persona está viviendo lo mismo que tú. Alguien con alguien que se hablan. Desconocidos unidos por una empresa común sin ánimo de lucro. Cuerpos y mentes enfrentados al ¿Yo también podré conseguirlo?
Ya abajo el sol nos muestra una de esas típicas estampas de Aigues Tortes. Familias que pasean, que disfrutan de un paisaje al que llegaron desde Boí en un vehículo que es un taxi todo terreno. Modelos variados: ese niño que le recuerda a su padre que echa de menos la Nintendo, una bella mujer que lleva en una mochila a su hijo, un marido que dice que ya hizo Carros de Foc, un joven padre con el vídeo y una madre con el ojo digital que persiguen a un niño retozón, parejas mayores que se enfrentan a las dificultades de un camino que conduce hacia el estany LLong. Puentes de madera, excursionistas ilusionados y nosotros que vamos a sellar al refugio LLonch, a 1987 metros. Ilusiona ver el sol radiante que ilumina tal paisaje con gente que se acerca hasta aquí. Y agentes rurales aparcados al lado del refugio. Dentro, ambiente de almuerzo, amabilidad para indicar el camino correcto y lavabos. Algunos que estuvieron durmiendo aquí los califican con un 1 (sobre 5, máximo). Malos.

Del Llong hasta La Colomina

Después de una cierta confusión inicial, el camino comenzó a enfilarse (otra vez, y van..) Hacia la collada de Dellui, a 2577 metros. Subir es ver por encima, es mirar con otra perspectiva, aunque el sol te haga sudar sin parar. Un calor hasta agradable por la fresca brisa que nos acariciaba, como si quisiera añadir algo de placer a la ascensión. Del otro lado se veía la persistente niebla del Contrauix, felizmente superado. Aquí sol y, a lo lejos, nuestra gloria de llegar al refugio donde dormir. En medio, una agradable senda que insinúa que sus márgenes sirvieron para conducir vagonetas de piedras por los restos de aquellas vías. ¿Dónde estarían los que construyeron esos caminos tan bien conservados? Trabajos duros de altura para tantas presas de las compañías eléctricas. Héroes anónimos que no aparecerán en ningún sitio. Gente que nos ayuda a ver. A tener electricidad. Hasta a pensar en esos imperios energéticos que se permiten no conservar sus líneas y dejar a miles de personas sin luz en Barcelona. Pensábamos en las OPAS entre ellas, en sus inversiones en América Latina, en su poder como para que no teman a ninguna medida o expediente sancionador. Es la economía, amigo. La energía manda cada vez más.
Y nosotros allí, entre embalses que se comunican entre ellos por túneles, que bombean agua de un lado a otro. Paredes que contienen el agua acumulada, aunque el nivel sea bajo. Arriba, en el puerto Dellui, el espectáculo gratuito de las masas de agua controladas por las paredes artificiales. Agua azulada, negra, con suaves olas, limpia, fría, envidiable. Tan arriba aún hay metros de vías, restos de otros tiempos que parecen pasarelas ancladas en pasados trabajos, en esfuerzos no imaginados con la tecnología de hoy día.
Pronto volvemos a ver familias, ociosas personas que se extasían como nosotros, que apuran el paseo antes de volver al coche por el funicular que conduce al estany Gento. Primero, el paso de La Portella, a 2335 metros. Giro a la izquierda, hacia arriba, como siempre. Las señales del GR nos guían hasta el refugio de Colomina, a 2415 metros, situado en una zona tan despejada que la fuerte sonoridad del viento nos acompañará hasta el amanecer. Una construcción cedida por esa compañía del apagón barcelonés, con reminiscencias de las cintas de las oraciones de los sherpas, con el tejado asegurado con tirantes de hierro, ventanas rosas y buen ambiente en el interior. Detrás, un lago, uno más. Todo sorpresas. Muchas y muy humanas.
Una tecnológica. Desde aquí dos compañías de telefonía móvil permiten conectarse con el mundanal ruido. Dicho y hecho. Aprovechamos la cobertura para ahorrar preocupaciones, sufrimientos y nervios a los seres queridos. ¿Cómo estarán allá arriba? Bien, gracias.
Otra sorprendente persona es la titular del refugio. Hasta este año, disfrutaba del récord de tiempo en Carrfos de Foc. Enric Lucas no estaba allí pero sí otro joven ayudante que se preparaba para el día siguiente. Por la mañana se podía empezar la prueba en menos de 24 horas. Era nuestra prueba pero no era nuestro reto ni n nuestro tiempo. De momento.
Más sorpresas, un grupo de Benidorm que se preparaba para participar. Muchos, bomberos. Buena gente, gran ambiente. Y otro grupo andaluz de Cazorla y Córdoba. Algunos formaban parte de un grupo excursionista con un nombre de su web más que real, http://www.llegacomopuedas.com/. Nos sentimos partícipes de esa denominación. Ducha de agua caliente, qué placer, y unos lavabos en mejor estado. Un 3 le asignamos. Tensa emoción contenida se notaba entre quienes se preparaban para el reto. Poner todo a punto no es fácil. Más cuando no sabes si acertarás con lo justo que necesitarás. Una mochila pequeña, depósito con agua, cortavientos, sustancias varias de apoyo energético. Ilusión. Preguntas al compañero que más sabe. Todo a punto. Y más. Por si acaso. Nervios. Para celebrarlo quieren seguir con la tradición: una cerveza para cada uno. Pero no. Esta vez el helicóptero no pudo volar y evitó que se cumpliera el rito. No había cervezas para nadie. Bueno, las tomaremos cuando acabemos Carros de Foc, dijeron.
La noche fue sonora: el viento mecía nuestros sueños. O eran una caja de sorpresas como para taparse más con las mantas. O implorar que el tejado no saliera volando. Antes del amanecer, movimientos que anunciaban los preparativos previos al inicio del reto de hacerla en 24 horas. Los de Benidorm, con la adrenalina a tope. Pertrechados, ilusionados, equipados para lanzarse a por todo. Temperatura del ambiente exterior: cero grados. Ni frío ni calor.

Hacia el refugio de Amitges

Pronto también partimos, protegidos por la baja temperatura, con una sensación térmica de frío por un viento que daría paso a una jornada de sol y calor, pero con ráfagas de ese aire fresco que coloca tu actividad física en el punto mejor para disfrutar sin agobiarte por el intenso sudor. Dejábamos un paisaje de montañas con perfiles redondeados para adentrarnos de nuevo en lo nuestro, en esos picos jóvenes, crestas duras, puertos altos y bajadas rápidas. Detrás, más pantanos, la punta del refugio, casas de aquellos trabajadores de las presas. Delante, un camino con escalera de piedra. Nos aprovechábamos del trabajo de otros. Nos ayudaba a subir una empinada pendiente con los habituales lagos y un paisaje típico de las zonas alpinas. Poco a poco nos acercábamos al refugio de Joseph Maria Blanc, a 2318 metros. Una bajada pronunciada, como todas, por un camino bien señalizado, un GR con destino próximo el refugio y con continuación por una pista, útil para quienes prefieren esto a subir por el Monestero. O sea, bajar al refugio y volver para atrás para divisar a un lado el Peguera y al otro el Monestero.
La vista fue una experiencia más. Una enorme masa de agua al fondo con el dibujo de una pequeña península en medio. Cerca, casas de ingenieros y el refugio. Un paisaje alpino, un sueño, abrir los ojos e imaginarse allí, con calma, con amores, con ganas de desconectar de la cotidianeidad para recargar la paz interior. Un sitio para volver, para estar, para compartir. Un lujo en nuestro camino: café de cafetera, teléfono, lavabos que se merecen un 5, atenciones, limpieza, bebidas varias, entorno impresionante, vistas inolvidables. Pequeña parada con un joven informático que venía con nosotros momentáneamente. Un solitario con el que compartimos un trozo de camino, desde La Colomina.
El Joseph Maria Blanc (apuntadlo para ir o volver, por favor) significó también una división. Dos personas fueron por la pista, siguieron el camino de los túneles, el habitual de Carros en menos de 24 horas. Las otras dos probaron la ruta del Monestero. Retrocedieron, subieron bastante y se reencontraron con señales vistas antes que, cómo no, indicaban más ascensión. Mientras, los lagos y pantanos vistos desde arriba, con esos reflejos en el agua, con esa ondulada oscuridad que produce el aire en el líquido elemento. Agua, tierra, sol, cielo. Y nosotros dos allí. Y los problemas habituales de la vida diaria no hacían acto de presencia. Borrado mental de la cotidianeidad. Lucha y orientación. Búsqueda del camino que sube y que nos conducirá a una bajada de esas que figuran en las estampas más estereotipadas del parque de Aigües Tortes. Antes, más subida y auxilio.
Ya bajaba algún intrépido héroe de los que se enfrentaban con menos de 24 horas. Era el día de la Skyrunner de este año, 31 de agosto-1 de septiembre de 2007. La ascensión nos hizo cruzar a una familia con tres personas desorientadas. Ya estaban muy arriba. Iban al refugio de La Colomina por un camino equivocado. Con esa lástima que produce cuando ves gastadas unas fuerzas que se podían haber reservado, nuestros mapas les pusieron en el buen camino. Tuvieron que bajar de nuevo y rehacer la marcha. Hoy les tocó a ellos, a menudo también nosotros.
La collada de Monestero, a 2715 metros, nos enseñó este pico (1877 metros) , al Peguera (2984) y, allá al fondo, Els Encantats y el lago de Sant Maurici. Pero todo allá lejos. Era nuestro destino pero antes había dudas, retos y bajadas. Piedras que se movían por la pendiente, zapatillas llenas de tierra. Luego, piedras de mayor tamaño. Después, bloques como los del Contraix. Saltos de uno a otro. Atención a por dónde pasar sin quedar encajonado con la mochila.. Cuidado con los bastones. Si caen por algún agujero, allí queda.
Un camino con este tipo de piedras también tiene sus ventajas. Las piernas quedan tatuadas por pequeños cortes que parecen imperceptibles al principio. Después, marcas con sangre incluida. El granito también alisa las manos. Si vas sin guantes, cualquier callo o dureza pronto desaparece por el efecto lija de esta piedra. Duele, arremete, molesta. Mejor, guantes.
Mojones que había que buscar. Restos de un camino que, siempre en fuerte bajada, te lleva a otra zona de bloques. Hasta que te das de frente con una pared vertical. Vértigo. Miedo. Peligro. Búsqueda de atajos o rodeos para evitarlo. Un mal momento superado después con un rodeo que te descubre que te has de buscar la vida si quieres seguir.
Ya en el fondo del valle llegó otra recompensa. Riachuelos en forma de meandros que confluían en otro más grande. Prados de alta montaña. Aguas poco profundas, limpias, cristalinas. Hierba para sentarse y comer (no comerla). Gente de paso que amenizaba la tertulia. Muchos vascos que venían de esas montañas. Amabilidad, ganas de hablar, de animarnos unos a otros. Es la montaña y la vida. ¿Más regalos?, más abajo. Nosotros, en medio de las postales de calendario. Sí, imaginadlas y acertaréis. Era la recompensa que buscábamos en una ruta poco frecuentada ya por Carros de Foc pero aconsejada por quienes saben regalarte sitios que te llenarán. Paraísos cercanos, al alcance de quien crea que se descubren porque están ahí, gratis. Al filo de lo posible, de tus posibilidades, vaya.
Una pareja francesa solicitó ayuda en su mapa y, en este punto, nuestro compañero, que había venido con el joven informático, se reincorporó. Cerca, el refugio Mallafré, a 1893 metros. Lavabos, según opiniones, un 1. Malos. Ambiente opíparo: la gente comía. Destacaban unas jóvenes vascas que, dicharacheras ellas, hacían el GR 11 hacia Cap de Creus. Nosotros seguimos hacia Sant Maurici y el refugio de Amitges.
Estábamos entrando en zona turística de primer orden. La más concurrida del parque, donde los taxis todo terreno tienen su feudo y su negocio. También se sospechaba de encuentros de jóvenes de determinado movimiento religioso. Por sus ademanes los conoceréis. Como a nosotros, claro. Por debajo de la pared del famoso embalse llegamos a la fuente que está debajo de la oficina de información. Entorno lleno de gente. Ambiente familiar, incluso había quienes subían por el camino del refugio, hasta la cascada, más arriba, o donde el ojo digital de nuevo plasmara la típica y repetida imagen del lago con Els Encantats al fondo. Y, casi seguro, ellos en primer plano. Testimonio de que llegaron hasta allí, que respiraron aquellos aires, que vieron un entorno natural en un día diferente.
La subida a Amitges era la última parte del esforzado regalo de una etapa iniciada a cero grados a las siete de la mañana. Vuelta a ver más lagos, gente que volvía después del día de montaña. Calor, el camino se tensa, cada vez más, fuerzas las justas, curvas en subida, más ascensión, no se acaba nunca, ¡vaya regalo final!, casi ni queda agua, a ver si llega el refugio. Y sí, allí arriba estaba Amitges y su caja de sorpresas. Muchas. Algunas, muy sorprendentes y muy humanas.

De Amitges hasta el punto de salida inicial, Restanca

Con más de un 5 calificaríamos a un buen refugio de montaña, el de Amitges, a 2367 metros. Valentí y compañía hacen un gran trabajo. Y se nota en las caras y en los ánimos de quienes le visitan. Ese día, 31 de agosto, lleno hasta la bandera. Suele convertirse en un punto favorito para iniciar la Skyrunner, o sea, acabar Carros de Foc en menos de 24 horas. ¡Qué atrevimiento! Para nosotros, son superpersonas quienes lo consiguen. ¿Quiénes son y dónde están? Algunas, allí mismo. Unas repiten la proeza. Otras, la intentan. De repetidores, cerca de nosotros había rostros conocidos: Ángel Moreno, de Mataró; Antonio García, de Matadepera; Dulcet, de Terrassa. Disculpas a los no identificados. Eran bastantes, algunos y algunas, con gran habilidad para la tertulia, para darte consejos. Para la humildad que conlleva saberte fuerte o débil, depende de tu preparación física y mental y, también, según el tiempo, las fuerzas y la suerte.
Buena y variada gente, joven y no tanto. Sana envidia la que teníamos los neófitos que empezábamos por tres días y medio. “Caeréis en probarla en menos de 24 horas”, nos repetían. Casi todos acaban cayendo, aseguraban.
Una presencia destacada, un símbolo del esfuerzo, Kiko Soler. El grande, el campeón de las carreras de montaña por medio mundo. Un mito muy humano, allí al lado. Humilde, cordial, abierto a dar consejos, a enseñar su experiencia, a que todos disfrutemos como si las aportaciones de cada uno valieran tanto o igual que sus muchos kilómetros acariciando piedras por subidas y bajadas sin fin. Dando ánimos. Invitando a participar. Él lo hacía por primera vez. Tuvimos tiempo de verlo en acción al día siguiente.
La terraza de Amitges era una invitación a mirar Els Encantats y todo el entorno. Ver cómo oscurece y la fresca temperatura de hace primero ir a buscar ropa y, luego, retirarte hacia el interior. Más tarde, después de la cena a las 19,30, el cielo a lo amplio. Infinidad de estrellas, la luna ya menos llena, la luz de la noche que convierte a las montañas en siluetas difuminadas en la oscuridad. Allá arriba se estaba bien, dentro y fuera.
Cenar es disfrutar en grupo, sentarte con quien hace un momento no conocías, o sí. Formar una momentánea familia en la que tú eres un igual, todos unidos por parecidas finalidades en aquel momento. Y después, mapas, rutas, planes. Mientras, ya iban llegando participantes de la Skyrunner. Aplausos y vítores de ánimo. Instantáneas para reflexionar: un joven de 25 años tuvo que retirarse cuando le quedaban pocas horas para acabar en el tiempo previsto. Una fuerte bronquitis le alejó del objetivo final. Él lo afrontó de forma positiva, igual que quienes estábamos a su lado: la ruta estará el año que viene, una retirada a tiempo a veces es una gran victoria, la salud es la base y los ánimos, que no decaigan. Eso le pasa a cualquiera. Son los riesgos de esta aventura. Al filo de lo posible. O no. Pronto, muchos se reincorporarían a la misma actividad. Otros, quizá el año que viene. Últimos preparativos, despertadores, móviles, a las 22 horas sin luz y a dormir.
Movimiento de materiales diversos y de frontales pasada la medianoche. Tocaba la diana del inicio para los que se retaban a sí mismos. No paraba de entrar gente a sellar el forfait y a reponer fuerzas de forma rápida.
Antes de despuntar el alba, ya en camino otra vez. Subida a ls collada de Ratera, a 2543 metros, bajada en medio de una escarcha evidente. Hacia el refugio de Saboredo, a 2310 metros. Pequeño, con tres jóvenes que esperaban. La bandera de turno, a la vista en un mástil. Lejos, la estación de Baquería Beret. Allí, amabilidad y fuerte olor a cloaca. No vimos ni usamos los lavabos. Sin calificativo numérico. A continuación el camino se dirigió hacia el refugio de Colomèrs, a 2138 metros, ya en el valle de Arán. Vacas, caballos pastando, excursionistas por los prados comiendo. Nosotros, hacia uno de los refugios peor calificados por la gente de paso. Los lavabos, menos que un cero. ¿Los aprobarían los inspectores de Sanidad? Decían que la suciedad era real. Vimos al joven que ni se preocupaba de dirigirte a sellar el forfait. Abandonó el mando y se fue a correr con quien primero pasó. El refugio de Colomèrs, tal como está, muy desaconsejable. Hace perder la afición.
Luego, por entre presas, dejamos el GR 11 y nos dirigimos a una de las subidas que dejan huella, la collada de Caldes, a 2568 metros. Interminable. Empinada. Con un falso final. Pero la recompensa de altura era ver un gran paisaje por un lado y, por el otro, al fondo, la Maladeta, el glaciar del Aneto, Els Posets. Y, pronto, el final. Quedaba poco para acabar. Estaba al alcance de los pies. Bajada, corta y fuerte subida, lagos, señales y dirección hacia el punto de partida, el refugio de Restanca. Una zona en la que pudimos ver cóm o bajaba y luego subía Kilo Soler, el grande. El símbolo de tantas personas que se dedican a esto, algunas ganan títulos pero no dinero. No son futbolistas o tenistas de élite. No salen en los medios. No anuncian ni son patrocinados por esas marcas. Parece que su actividad es de tercera categoría con un esfuerzo extra de primera.
El final estaba allí al lado. La camiseta conmemorativa, la cerveza , el pic nic, el recuento de nuestras 27 horas en tres días y medio. Los malos pensamientos nos acecharon: debía ser el mal de altura. Porque algunos, en nuestro interior, ya nos retamos. Anotamos la posibilidad de probarla en otro tiempo.
El descenso final, fuera ya de la ruta, nos aproximó al coche y a Artíes. Con una de sus plazas en donde niños rollizos estaban subidos a aquella vaca decorativa que había en medio. Estaban felices con su animal, mientras sus congéneres tenían aparcado su todo terreno de lujo cerca, o sus motos o quads allí al lado mientras reponían fuerzas con los pinchos del restaurante vasco de allí al lado.

Ya de vuelta recordamos esa frase que tanta gente debe leer en la actual exposición “Las Edades del Hombre”, que aún está en Ponferrada, León, titulada “Yo camino” y centrada en El Camino de Santiago:

“Los pasos aligeran al medir las últimas leguas y los pulmones se dilatan de tal manera que parece no haber aire en todo poniente para saciarlos”.


Evaristo
Terrassa, 6 de septiembre de 2007

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