Los japoneses nos sorprenden cada año con sus pleitesías, celebraciones y espiritualidad en torno a la flor de los cerezos Sakura. Cada primavera las televisiones les guían sobre la evolución de unos árboles que despiertan y regalan emociones. El festival de Hanami es más que una fiesta. Es una manifestación más de la cultura de un país que se rinde al paisaje blanco, a una flor que reafirma lo efímero de la vida humana. Una tradición, una forma de ver la vida, un culto lleno de fiesta, ritos y miradas.
Por estas latitudes nuestras también emocionan los árboles en flor. El valle del Jerte, en Cáceres, no es nuestro Japón extremeño pero sí una manifestación sui generis de otro tipo de turismo: blanco, rojo y comestible.
Más cerca a las fechas actuales, Halloween se impone a los cementerios, las brujas a los muertos, las celebraciones de los vivos que se ríen de los muertos a los vivos que lloran sus difuntos. Cambios culturales, sibilinas imposiciones de otras culturas, evoluciones naturales al son del que la toca más alto y más fuerte. Las brujas rebajan la importancia de los muertos y alegran las supuestas penas,
En medio de todo, nuestros Sakuras otoñales los tenemos aquí al lado. Parques, calles, bosques, campos brindan una gran riqueza cromática con multitud de matices de hojas que pronto se convertirán en una gran alfombra. Si abres los ojos y observas uno de estos árboles, quizá te evada de las cotidianidades perversas, el espíritu zen te ilumine, te ayude a recomponer pensamientos importantes que pueden ser tan trascendentales como la caída de una hoja, te demuestre que un matiz estético de cualquier hoja vale más que mil problemas.
Sólo se trata de mirar al trasluz una hoja y darle la importancia que se merece.
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