La luminosidad invernal desde el parque natural del Cap de Creus
GRmanos y GRmanas,
En contra de los tópicos de algunos dichos populares, en esta ocasión segundas partes sí han sido buenas. Las condiciones meteorológicas fueron favorables y permitieron no sólo acabar la primera etapa, también disfrutar del agua (no de la lluvia), de la auténtica costa brava y de la luminosidad propia de esos días invernales en que el sol coloca a cada color en su lugar natural.
Las iniciales suspicacias en torno al tiempo fueron motivo de comentario a lo largo de trayecto, un viaje que discurrió por ese camino hacia el norte que tantas veces repetiremos, una vía abierta a tantos pueblos, a tantos productos y a tanto comercio sin boicots ocasionales. El traslado hacia Llançà fue el principio de algunas conversaciones en medio de la propensión al sueño, una primera toma de contacto con quien te rodea y hace un mes no has visto. No obstante, siempre hay quienes empiezan el camino con tantas energías que ya se atreven con temas sensibles, hacen un primer arreglo del mundo y hasta hablan del próximo carnaval. Hubo algún momento en que, mientras un reducido sector negociaba sobre disfraces escatológicos, otro sector se refería a las últimas producciones intelectuales de esas tres mentes privilegiadas del partido conservador, dirigidas por el sabio de Georghtawn. Pura coincidencia en el tiempo de ambas conversaciones o una mala pasada del inconsciente más consciente.
Llançà estaba seco con el mar al fondo. El pueblo, aún dormido, paseaba su soledad matinal, acrecentada por tantas viviendas cerradas, tanta arquitectura fantasma que ocupa un lugar en el espacio costero para revivir cada verano y cerrarse hasta el siguiente. Y, al fondo, el mar.
En primer plano, calentamiento general. Sí. En la playa, al fondo se divisaban tres personas ataviadas con trajes de neopreno que, a primera hora de la mañana, ya ponían a punto su musculatura. Llamaban la atención sus movimientos, tanto que los aspavientos que se les veían hubo quien los asoció con simulacros de sardanas antes de lanzarse al agua. Quien decía esto era un especialista en suscitar calentamientos, pero de otra clase. También alguien dejó caer una iniciativa a tener en cuenta: la posibilidad de efectuar alguna tabla gimnástica breve nada más bajar del autocar. Todos juntos, cual orientales, estirando y tonificando músculos y mentes antes de entrar en acción. El espectáculo estaría servido. Gratis.
La primera línea de la costa en invierno no la forman ni los apartamentos ni los yates ni las tumbonas. Las olas, la tramontana y las mareas trasladan a esa arena y piedras negras los restos naturales y artificiales que nunca debieron ir al agua. Pero ella, amable, nos los devuelve como si fuera un gesto más para afearnos nuestra conducta: botellas de plástico, maderas, papeles, trozos de hormigón que no respetan ninguna ley de costas, felizmente arrancados por el temporal, algunas tumbonas y barcas despanzurradas como si fueran restos veraniegos ya inservibles. También la playa muestra objetos más cotidianos, toallas olvidadas, restos orgánicos de amores ya caducados, papeleras aún llenas de lo que queda de placeres ya consumidos. Y, siempre, cerca o al fondo, el mar. El camino de Ronda te acerca a verlo, a saborear su espuma, a oler el salitre, a que tus oídos se llenen del continuo batir de las olas, de ese ronroneo seguido y continuo que ha recortado las rocas más blandas y que, con su furia de mar bravío, enseña el dibujo de su obra maestra aún inacabada.
Y también el viento, ahora que quieren adornar el paisaje de esta zona con algunos molinos eólicos. Un viento –dicen- con efectos secundarios en las mentes de los lugareños, aunque sus efectos primarios se podían notar de manera suave. Es la costa en invierno, son las playas vírgenes porque son así, sin duchas que funcionen, sin tractores que limpien, sin olor a bronceado ni a fritangas, sin los símbolos del placentero asueto estival.
Tanto paisaje invitaba a buscar un rincón para la pitanza. Cómo no, debía ser en una cala no acondicionada para la postal bucólica: tenía una barca pero estaba sucia y de al revés; la playa, con restos variados y el servicio de comidas y bebidas era el que salía de cada mochila. Bien colocados aprovechando el desnivel orográfico, había diferentes alturas corporales, bien estratificadas. Los problemas venían a la hora de hacer circular los caldos en bota. Porque esta vez eran tres: de chorro, de chorrito y de chorrazo respectivamente. A pesar de la ley de la gravedad, subían y bajaban bien los desniveles y asentaban los condumios con sus digestivos líquidos. Hubo fotos en todas direcciones, el evento era único y se prestaba a ser guardado en formato digital.
Desde aquí a Port de la Selva, pasando por un camino que bordeaba el mar y te obligaba a estar atento, no siendo que una metedura de pata te condujera al abismo marino. Este pueblo, también adormilado por la hibernación, obligó a tensar la musculatura porque se avecinaban suaves subidas y bajadas que nos conducirían a una sostenida ascensión final. El cementerio nos despidió (“qué solos se quedan los muertos”, dijo el poeta) y, a partir de aquí, las vistas se ampliaban a medida que las fuerzas empujaban a los cuerpos hasta arriba. No hubo problemas porque la llegada al alto devolvía la amplitud del paisaje recortado de la costa por un lado y, por el otro, los atisbos del principio del término municipal de Cadaqués. Estábamos en el término medio, con sed y con las vejigas que pedían a gritos ser aliviadas. Y, en estos casos, también hay gente sabia que da lecciones gratis. Nuestro lobo de mar aconsejaba que, en situaciones así, cuando alguien iba a efectuar una micción, lo hiciera siempre a sotavento, nunca a barlovento. Atestiguaba que así se lo enseñaban a los grumetes en sus primeras lecciones acerca del mar.
El trayecto hacia el pueblo de Dalí estuvo salpicado de continuas lecciones históricas. Hubo quienes demostraron su amplitud cultural y derrocharon conocimientos a diestro y siniestro, auténticas disertaciones sobre tantos búnkeres de la segunda guerra mundial, prevenciones franquistas ante posibles amenazas aliadas, la defensa patria ante supuestos enemigos que llegarían por mar. También el territorio enseñaba los restos de tantos bancales de viñedos arrasados años a por la filoxera, un camino a Cadaqués perfecto, con piedras encajadas tan bien que aún seguía siendo una obra maestra de la ingeniería popular. Allá arriba, majestuoso, el monasterio de Sant Pere de Rodes. Más arriba aún, los restos de un castillo. A la derecha, los volúmenes geométricos de una antigua base militar encima de Cadaqués y, siempre, siempre, el azul del mar como relajante compañía. No, aún nadie le ha puesto al agua marina el letrero de “privado”, como tantos que salpicaban el camino.
Era un placer andar por una senda tan bien hecha, como si fueran dos líneas tendidas que, si las seguías, te conducían a ese horizonte que se representaba en un pueblo blanco, con una iglesia, museos, artistas y esa imagen que aún se alimenta de glorias pictóricas pasadas. A los lados, la vegetación mediterránea que aún aguanta, impertérrita, los vientos de la zona y tantos incendios como ha habido. Pronto, Port Lligat y Cadaqués. Hubo que renunciar a ver la conocida imagen de la casa de Dalí pero no se perdonó la ceremonia de la comida. Antes, la playa en la fachada más conocida de este pueblo. La arena, el agua salada, el paseo y el deleite de breves pero intensos momentos que no se pagan con dinero.
Detrás nuestro había un edificio que, cómo no, debía ser centro de acogida y de comida. Su fachada dejaba leer un enorme letrero que bien podía hacer honor a GRMANIA: “Societat L’Amistat”. Y allí, en el bar El Casino, el grupo fue muy bien acogido y mejor servido por personas latinoamericanas. Un sitio para recordar, pues no es fácil estar tan bien cuando se está bien y, encima, con ese cuadro natural que lo compone el mar, las rocas, la playa, la luz, el sol y algún barco al fondo (pero todo con una buena cerveza en la mano).
Acabado el ágape, el bienestar posterior provocó originalidades. Por ejemplo, algunos ya sugerían lo de rebautizarse como “GR y Manías” y, otros, más prácticos, ya pensaban en la próxima etapa por tierras tarragoninas con calçotada incluida. De esto se habló y se concretó antes de iniciar la vuelta a los orígenes. Propuesta aprobada, con lista de asistencia incluida.
Ya en marcha, en algunos tramos del camino hubo quien animó el trayecto con sus habituales intervenciones, muy celebradas entre parte del sector femenino. Alguien hablaba del calor de la calefacción del autocar, aunque al lado de su asiento llevaba a quien en cada etapa se consagra como calentador oficial (bautizado en secreto por un notable del grupo como: “el que las pone...”). Debe estar preparando sus intervenciones del día de la calçotada: ¡qué dirá ante tan lascivo manjar!.
El paisaje de retorno dejaba ver al fondo las cimas pirenaicas llenas de nieve. Montañas que bien pudieran ser un homenaje personal al recuerdo de uno de los más grandes alpinistas, desaparecido la semana pasada en el Makalu, el francés Jean Christophe Lafaille. En su homenaje, he aquí la frase que figura hoy en su web oficial: http://www.jclafaille.com/
“La vie à ses raisons que la raison ignore...”
Evaristo
Terrassa, 12 de febrero de 2006
Texto número 47 de http://afondonatural.blogspot.com